Lo vi en una plaza de la ciudad de Barranco, Lima. Era grande, llamativo, alegre, jovial. Tenía buen tono. Ya se veía maduro y con muchas horas de servicio a la comunidad pero aún así estaba dispuesto a servirte.
Lo continué viendo de nuevo como me invitaba a tocarlo, me daba pena al principio, que iría a pensar la gente, los parroquianos de ese domingo. Me fui acercando poco a poco, le toque el lomo, le acaricié su costado y me senté a un lado de el a escucharlo primero, para ver que tenía que decirme.
Me incitaba a tocarlo, incluso tenía escrito encima de el una leyenda: "tócame, soy tuyo".
Alguien más lo había visto, y me dio gusto ver como otra persona lo tocaba, con maestría, con gracia, tanta, que se me comenzó a mover la patita al compás de sus acordes. Los parroquianos sonreían, se detenían a ver y a escuchar, como buenos voyeurs, todos nos extasiabamos.
Era un hermoso piano amarillo, nunca olvidaré aquella tarde-noche en Barranco.
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